Hace más de 40 años que Juan Manuel frecuenta el río Francolí, el Tulcis romano, que desemboca en el puerto de Tarragona. Desde hace un tiempo se dedica a buscar cangrejos para utilizarlos como cebo cuando sale a pescar doradas.
Texto y fotografía: ALEC FORSSMANN
Ésta es la historia de un hombre y un río. Juan Manuel y el río Francolí. Murciano de nacimiento, se estableció en Tarragona a los siete años de edad y se siente un catalán más. Ha recorrido el río en innumerables ocasiones. Juan Manuel ha cambiado, y el río también. Tiene 54 años y no trabaja porque padece asma. “Aquí por lo menos me distraigo y evito fumar”, comenta. El Francolí, el antigo Tulcis romano, sigue naciendo alrededor de L’Espluga de Francolí y desemboca junto al puerto de Tarragona, pero también se ha transformado. Las violentas crecidas que experimentó en el pasado, como la que inundó y arrasó el Serrallo en octubre de 1930, obligaron a reforzar su cauce. El Francolí es como un lobo con piel de cordero, un riachuelo inofensivo que se puede convertir en un salvaje torrente. “Durante las riadas, algunos graciosillos lo intentaban cruzar con sus todoterrenos, pero se quedaban atascados y el río se los tragaba”, recuerda Juan Manuel. Ya no se puede cruzar a nivel, pero se puede recorrer en paralelo, a pie o en bicicleta, a lo largo de un magnífico paseo.
Es viernes y luce un sol radiante. Esta mañana, Juan Manuel se ha montado en su bici y se ha dirigido desde Torreforta, un barrio periférico de Tarragona, hasta un tramo prácticamente seco del río Francolí. Lleva una camiseta azul, pantalones cortos de estilo militar y una gorra verde. Camina encorvado sobre los guijarros y hunde sus zapatillas negras en el agua verdosa del río. Levanta las piedras en busca de cangrejos de río. Se trata del cangrejo de río americano, una especie exótica que se se ha extendido de forma acelerada. “Un día vi a dos matrimonios chinos con una especie de cazamariposas. Me arrimé y comprobé que estaban sacando cangrejos del río, así que decidí hacerlo yo también”, cuenta. “Al principio los cogía directamente con la mano, hasta que me agarraron con las pinzas un par o tres de veces y desde entonces llevo un guante”, añade.
“Un día vi a dos matrimonios chinos sacando cangrejos del río, así que decidí hacerlo yo también”
Juan Manuel los deposita en el interior de una garrafa de plástico con un poco de agua y los mantiene vivos durante una o dos noches. Entonces se los lleva a la desembocadura del río y los utiliza como cebo para pescar doradas, un pez que posee una poderosa mandíbula. La garza real también adora la carne de este pescado. “Dos parejas de garzas reales suelen acercarse a pescar a la desembocadura del río. Son especialistas; lo que no pesco yo con la caña y un buen cebo lo pescan ellas con sus picos”, afirma. “Ellas se ponen en una orilla y yo en la otra… Parece que estemos compitiendo”, agrega.
Cuando cae la noche en Tarragona, Juan Manuel y otros pescadores aficionados se sitúan a lo largo de la desembocadura, donde el agua corre limpia y fresca, y prueban suerte con sus cañas. “Como mucho consigo pescar una dorada, piensa que es complicado”, admite. “Preparas la dorada sobre una camita de patatas, con tomates, pimiento y cebolla. Cuatro cortecitos y un limón en cada corte. Sacas la bandeja del horno… y está riquísima”, asegura. El río ofrece sus productos y Juan Manuel los aprovecha. La sinergia entre el hombre y la naturaleza. “Éste es el río de Tarragona, éste es nuestro río y no hay quien nos lo quite”, enfatiza.